viernes, 20 de diciembre de 2019

El terrestre


Confieso que no soy un hombre romántico, ni ando con cursilerías. Soy práctico, terrestre y muy dado al hoy, al ahora. No creo en sentimentalismos ni melodramas, y ando por la vida con la bandera de la realidad. Sin embargo, ella cumplió su promesa de dejarme una marca platónica en el pecho y otra tangible en mi gaveta.
Ella llegó, o yo llegué. O llegamos, punto. 
Desde ese momento volaron sobre mí dos fantasiosas piernas, unos ojos llenos de sueños y una lengua húmeda rodedada de sensiblería barata. Yo intenté defenderme con mis manos de macho pragmático y mi perversidad cruelmente realista. Lo intenté, lo juro. Pero de nada sirvió. Eva se me vino encima como un torbellino cargado de electricidad quemando cada uno de los cables que me ataban a la tierra.
La acepté gozoso, la hice mía y floté en sus nubes de ensueño. Eva era etérea, puro aire caliente que se comprime y se expande. La llamé "mi novia" cuando desde la tierra me gritaban que no era para mi. Y era cierto, no pude volar por mucho tiempo, un día corté el hilo que nos sujetaba.
Ella lloró, o yo lloré. O lloramos, punto.
Confieso que todavía soy un terrestre. Mis manos se aferran al suelo y mi cuerpo se mueve al compás de la realidad. Una mujer terrestre duerme a mi lado. Respira mi mismo aire intoxicado de verdades y camina aferrándose a la existencia misma. Pero hay noches, como hoy, que siento la añoranza de lo etéreo, de lo intangible. Me levanto de la cama, y sin hacer ruido abro la gaveta. Busco un papel escondido, un papel blanco, pequeño. Un papel con su letra, con sus sueños, con sus nubes. Respiro. La siento flotando en el aire. 
Ella me mira, o yo la miro. O nos miramos, punto.
Y es entonces que vuelvo a la cama, cierro los ojos y dejo de soñar.

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