jueves, 3 de marzo de 2011

Relato de un imposible

Confieso haberla amado desde siempre. Confieso haberla admirado en su andar despreocupado y distraído, haberla sentido en su desnudez infinita que me encrespa las sienes, haberla bebido como torrente que sacia la sed de un loco perdido en el desierto. Acepto la realidad del amor en un solo sentido. Solo el que ama unidireccionalmente, como yo,  puede sufrir la resignación de llenar el pecho con señales que viajan en otra dirección.

Siempre nos vemos en el mismo lugar. Eva se desviste y se mete en la tina. Yo, desde mi sitio, observo la palidez de su rostro y la relajación de sus músculos al sentir el calor de un agua que se bendice con la savia del pecado. Es entonces cuando yo la rozo suavemente para que no se sienta sola entre tanta espuma. Me como sus senos  color rosa claro que como dos locos se irguen ante mi voraz apetito. Ruedo por su vientre removiéndole toda mancha de hombre ajeno a este sagrado instante. Ella frota sus piernas contra mí en un acto de piedad para con mi vehemencia. Y me lleva de la mano hasta su humedad profunda, que me tuerce, que me devora, que me regala un poco de amor y luego se enfría.

He aprendido la ubicación de cada una de sus pecas y lunares. He venerado hasta lo absurdo sus tres formas de sonreír: una para cuando está triste, otra para los demás. La última y más rara, es la que se regala a ella misma, y que yo observo sin que me descubra. En esa sonrisa se funde su cuerpo como si toda ella fuera una boca gigante que se abre entera y explota a carcajadas sin barreras de contención. He odiado las marcas de besos, mordidas y arañazos que pintan su lienzo con el paso del tiempo  y de hombres. He llorado su llanto. He sido y he padecido.

Por eso hoy, desde el comienzo del final de mi vida, pido perdón por haber levantado los ojos por encima de mis hombros para amarla. Es que tan solo soy una esponja amarilla que flota en el agua caliente de su tina y que sueña con que lo imposible se vuelva posible algún día.

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